Oliver III

30.03.2025

CAPÍTULO III

Aturdido por mis preocupaciones, dejo atrás la avenida y llego a la plaza, rodeada de edificios, donde vive el Viejo. Oigo la algarabía infantil. ¡Zas! Recibo un balonazo y desciendo de las nubes, olvidando mis pensamientos. Viene saltando de alegría. << ¡Chechu! ¡Chechu!>> Grita Raduan, el hijo de Fátima. No puedo enfadarme, aunque me duele la cabeza. << ¡No hay Frankfurt! ¡No hay Kétchup!>> Grito, subiéndolo en brazos.

<< ¡Oliver!>> Dejando al pequeñín, me giro y veo al viejo, que sale de entre los niños con una sonrisa de cabo a rabo. No quepo en mí de tanta felicidad. Me sube el rubor por las mejillas.

—¿Cómo estás? ¡Me alegra verte! —Dice el Viejo, dándome la mano.

—¡Qué alegría! Viejo…No sabes cuánto deseaba verte. Necesito hablar contigo.

Detrás de nosotros siguen con el partido de fútbol. Ahora cuentan con un jugador menos.

—Ven. Tenemos tiempo. —Dice él cogiéndome del brazo. —¿Te dije alguna vez de mi afición por el fútbol?

—¡Eres una caja de sorpresas! Y me encanta, pero yo vine a verte porque tuve un sueño.

—Dime, Oliver. —Dice él, y señala un banco para que tomemos asiento.

—Bueno, en realidad, tuve muchos, pero solo recuerdo uno. En el sueño yo camino…

—¡Espera! —Me interrumpe. —No tienes que explicarme el sueño. Solo dime, ¿qué piensas sobre él?

De repente, me quedo en blanco.

—¿Puedes verme aquí, contigo? —Dice cogiendo mi mano y estrechándola entre las suyas. —Trata de recordar lo que me dijiste ayer, cuando hablamos en mi piso.

—A ver…—Me decido a encontrar las palabras, reconfortado por la calidez de su presencia. —De hecho, ahora mismo, todo a mi alrededor es una nebulosa y solo te veo con claridad a ti. Tengo la sensación de que solo existes tú, que no hay nada más.

Pienso, también, en el resplandor que envuelve su figura, pero no le digo nada.

—Y tú… ¿Dónde estás? —Pregunta, sin poder contener la emoción.

—No lo puedo saber.

—¿Saber o decir? Recuerda…

—Ah, sí…Ayer dije que huyen las palabras del animal herido.

—Eso es. Ahora, piensa en el sueño.

—Veía un paisaje, artilugios, ráfagas de luz…

—Y tú, ¿estabas en el sueño? —Vuelve a interrumpir. El Viejo saca tabaco y me ofrece un pitillo.

—Hum, no sé…Me derretía.

—Bien, Oliver. Fíjate, ayer dijiste: el animal herido huye del lenguaje. El sueño muestra tu valentía, pues sales al encuentro de las palabras. Dejaste de huir, y pienso que marcas un punto de inflexión en tu propia historia. Decides ir al encuentro del Otro, respondiendo a la llamada de la fe. Adquieres la confianza en tus propias capacidades. A todas luces, se hace evidente que avanzas en tu indagación. Te doy mi enhorabuena. Más adelante hablaremos del animal herido.

Como si me hubieran clavado un dardo en el corazón, siento un dolor muy punzante en mi pecho. Temo que pueda tener un infarto. Mi pulso se acelera y tengo palpitaciones en mis labios, y en mi sienes.

—Te contaré una historia. ¿Tienes tiempo? —Comienza a hablar de nuevo, adivinando las intenciones del cuerpo que me mortifica. ¿Quieres venir al parque? Tengo en mi piso algo de comida, haremos un picnic. ¿Qué me dices?

—¡Claro que sí! —Exclamo, quitándome un gran peso de encima.

Llegamos a una vieja torre desde la cual se divisa el parque, envuelto por la frondosa vegetación, en el que abundan milenarios pinos y plataneros. Situados en el punto más alto de la ciudad, alcanzamos a ver, muy a lo lejos, el mar. Nos dirigimos a las escaleras que descienden. Oímos de fondo el griterío de las cotorras y las urracas, también el gorjeo más melódico de otros pajarillos. Me siento pletórico.

Bajamos por una rampa de adoquines, aproximándonos al estanque. << ¡Cua! ¡Cua! >> Grita el Viejo, echando a correr. Acelero el paso y lo sigo. << ¡Viejo! ¡Viejo!>> Río a carcajadas. Efectivamente, veo salir un pato; acude a la llamada del Viejo, que brinca por las escaleras con la mala pata de tropezar y caer. Voy corriendo en su auxilio.

—¡Viejo! ¿Estás bien? —Le pregunto, alarmado.

—No es nada, Oliver, estoy bien.

—¡Qué susto! ¡Madre mía!

—Así son las cosas. —Dice, levantándose. —Si todo fuese esto…

Se acerca al césped que bordea el pequeño lago. Ahí sigue el pato. Diría que se trata de un ánade real. No ha abierto el pico, pero mira con atención, algo espera. El viejo saca de la mochila una bolsa con pan. << ¡Cua! ¡Cua! >> Ahora grita el pato, eufórico. Come en la mano del Viejo, que lo mira con mucha ternura. Al contemplar la escena tan entrañable, siento la ilusión que me devuelve a mis años infantiles. Estoy un buen rato, sentado en el bordillo, viéndolos a los dos como si viera a Sancho Panza y al Quijote compartiendo un mendrugo, sentados a la sombra de una encina; los dos hombres y el árbol, y a su alrededor los campos de castilla.

Viene a sentarse conmigo.

—Aquí estaremos bien, Oliver. A veces, si nos apresuramos llenos de emoción, caemos. —Dice en tono confidencial. —¿Sabes qué son las heridas?

—Señala la magulladura que tiene en el codo.

—Algo que duele mucho. —Respondo.

—Ocurren accidentes. —Sigue diciendo, mientras su mirada se vuelve más oscura. —Esto ha sido un accidente, pero tengo otras heridas, seguro que tú también. ¿Comprendes? Hay heridas de guerra. Yo estuve en las FARC…

—¿Eso qué es? —Interrumpo.

—Son las iniciales: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Cuando el ser humano vive en una guerra perpetua, donde unos se explotan a otros y se devoran interminablemente, surgen ejércitos y más ejércitos, y revolucionarios y revoluciones; y vuelta a empezar. No termina la guerra. ¿Qué nos ocurre? Yo logré escapar. En aquel infierno, —dice con la voz quebrada, como si quisiera excusarse —abriéndome paso por la selva, pensaba solo en la revolución día y noche sacrificándome por alcanzar una sociedad más justa. Y al final vi lo que vi… —De su boca sale un suspiro demasiado largo para quien escucha con atención.

—¿Qué ocurrió?


—Caí herido en una emboscada del Ejército Nacional. Arrastrándome con la herida de bala en el costado, escapé de la inminente captura. Bueno, mejor dicho, me salvó un ángel, un viejo Chamán. Me llevó a su refugio. Allí estuve a salvo de los militares. Viví con él durante dos años. Aprendí mucho con Ambrosio. Me consta que aún vive en la selva. A veces, pienso que tendría que haberme quedado con él. ¿Quién sabe lo que a uno le conviene? ¿Tú lo sabes, Oliver?

No digo nada, pasmado espero a oír toda su historia.

—Menuda pregunta. ¿Quién sabe nada? La cosa es, como te decía, que pude sobrevivir. Pasaba el tiempo con Ambrosio, hasta que vino a vivir con nosotros Ricardo Cifuentes, otro joven guerrillero. Había desertado de las FARC. Lo encontramos un día mientras recogíamos hongos. El viejo tuvo piedad de él. No hubiese pasado mucho tiempo solo sin que terminaran encontrándolo los guerrilleros o el ejército nacional; en uno u otro caso, su suerte hubiera sido la misma, seguramente morir "ajusticiado".

—¿Qué pasó después? —Pregunto con impaciencia porque el viejo se ha detenido; parece que busca un cigarro.

—Resulta que Ricardo quería huir a España. Tenía algún contacto con los narcos, creo que estaba metido con ellos un hermano suyo. Al final cerró el trato. Lo ayudarían a llegar a España, a cambio de pasar como "mula", además de pagar después una considerable cantidad de dinero. Consiguió que me admitieran en el negocio. Lo pensé mucho, mucho. Ambrosio nos advirtió de los riesgos de una empresa así, pero siendo jóvenes pensamos menos. Terminé por aceptar la oferta. Quería ayudar a mis hermanos, que se encontraban en Medellín, pagarles los estudios para que se labraran el porvenir y no acabasen como pendejos descarriados, igual que yo.

—¡Tú no eres un pendejo! —Exclamo. Él me mira. Va desvaneciéndose la aspereza de su rostro.

—¡Eres un sol, Oliver! ¡Anda, dame un cigarro!

—Bueno, Oliver, como te decía, —sigue hablando tras una larga calada —yo conseguí pasar la mercancía, pero Cifuentes no. Lo descubrieron en la aduana española y entró en la cárcel, a la espera de ser deportado. La gracia es que hubo un motín, y él consiguió escapar. Ahora es un prófugo de la justicia.

—¡Vaya!

—Sí, Oliver. Recogió algunas enseñanzas del viejo chamán. Ahora vive como ermitaño, oculto en Montserrat.

—Ah, sí… ¿Montserrat? Conozco esa montaña, alguna vez fui con mi familia. ¡Es una pasada! Pero cuéntame más, ¡cuéntame Viejo!

—Esa es otra historia, demasiado larga. Aquí podemos dejarlo.

Volvemos al césped para despedirnos del pato. Se habrá ocultado entre los matorrales, porque no lo vemos.

A esta hora queda menos gente en el parque. Después de una pequeña caminata, encontramos unas mesas al lado de unos columpios. Un buen lugar. Tengo apetito, pero no hace falta que le diga nada al Viejo, que me sonríe sacando del táper la tortilla de patatas.