Oliver III
CAPÍTULO
III
¿Y si me presento con churros para almorzar? Sería una buena excusa. Pero no, ¿a qué horas? Miro el reloj haciendo una mueca. ¡Pero si ya es mediodía! ¡Se me fue el santo al cielo! Así ando a ralentí desde que me levanté, piensa que te piensa: si debo ir a verlo o esperar a otro día, si podrá o querrá recibirme, cómo le explico el sueño, y bla bla bla…
Llevo la camisa empapada en sudor, con lo cual aumenta mi nerviosismo y me aturullo en el dilema. ¿Y si lo llamo al móvil? No, no creo que sea buena idea, nunca a costumbro a llamarlo. Mejor será picar al timbre, pero me resulta tan embarazoso.
Dejando atrás la avenida, bajo por las escaleras hasta llegar a la plaza donde vive el Viejo. Camino despistado, cuando oigo la algarabía infantil y - ¡zas! - golpea mi cabeza el balón, atravesando nubarrones del pensamiento.
Corre la gacelilla hacia mí y chufla "fiuuu". << ¡Chechu! ¡Chechu!>> Grita Raduan, el hijo de Fátima. << ¡No hay Frankfurt! ¡No hay Kétchup!>> Grito, subiéndolo en brazos. << ¡Oliver!>> Dejando al pequeñín me giro y veo al Viejo, que sale de entre los niños con una sonrisa de cabo a rabo. Viendo su rostro casi infantil, me sube el rubor por las mejillas y no quepo en mí de tanta felicidad.
—¿Cómo estás? ¡Me alegra verte! —dice el Viejo, dándome la mano.
—¡Qué alegría! Viejo…No sabes cuánto deseaba verte. Necesito hablar contigo.
Detrás de nosotros siguen con el partido de fútbol.
—Ven, tenemos tiempo. ¿Te dije alguna vez de mi afición por el fútbol?
Ofrezco tabaco al Viejo y sentados en un banco permanecemos un buen rato sin decir ni mu. Solo damos largas caladas, a mí se me antoja que el mundo se detiene y que hacemos molinos de viento con el humo.
Intento explicarle el sueño, pero las palabras huyen.
—No tienes que explicarme el sueño, solo dime, ¿cómo te sientes?
De repente, me quedo en blanco.
—¿Puedes verme aquí, contigo? —dice, cogiendo mi mano y estrechándola entre las suyas. —Trata de recordar lo que me dijiste ayer cuando hablamos en mi piso.
—A ver…—me decido a encontrar las palabras, reconfortado por la calidez de su presencia. —De hecho, ahora mismo, todo a mi alrededor es una nebulosa y solo te veo con claridad a ti. Tengo la sensación de que solo existes tú, que no hay nada más.
Igual pienso en el resplandor que envuelve su figura, pero no le digo nada.
—Ah, sí…Ayer dije que el animal herido huye del lenguaje.
—¿Quién es el animal?
El Viejo saca tabaco y me ofrece un pitillo.
—Hum, no sé…Creo que yo.
—Bien, Oliver, piensa que el sueño eres tú, no es algo que te ocurre. No importa qué bello u horrible resulte soñar, siempre eres el mismo en todo momento. Y no importa si estás despierto, soñando o en el descanso profundo donde no hay sueños
—Entonces, el animal, la herida, las palabras, ¿qué son?
—Solo formas de nombrar lo que no se puede nombrar. Te contaré una historia. ¿Tienes tiempo? ¿Quieres venir al parque? Podemos hacer un picnic, ¿qué me dices?
Veo que chisporrotean su ojos mientras sonríe, y siento el alivio de no tener que recordar el sueño pasado, ni tampoco buscar respuestas. Solo siento el dulce abandono de la amistad donde al fin nos encontramos.
Llegamos a la vieja torre desde la cual se divisa el parque con los milenarios pinos y plataneros, que dan oxígeno al corazón y revitalizan nuestras almas. Desde el punto más alto del barrio, alcanzamos a ver el mar, mientras oímos de fondo el griterío de las cotorras y el gorjeo más melódico de otros pajarillos. Me siento pletórico en compañía del Viejo.
Bajamos por la rampa de adoquines que lleva a un pequeño estanque. << ¡Cua! ¡Cua! >> Grita el Viejo, echando a correr. Acelero el paso y lo sigo. << ¡Viejo! ¡Viejo!>> El Viejo brinca por las escaleras con la mala pata de tropezar y caer. Voy corriendo en su auxilio.
—No es nada, Oliver. Si todo fuese esto…
Se acerca al césped que bordea el estanque, aquí sigue el pato. Diría que se trata de un ánade real. No ha abierto el pico, pero mira con atención, mientras espera. El Viejo saca de la mochila una bolsa con pan. << ¡Cua! ¡Cua! >> Ahora sí grita el pato. Come en la mano del Viejo, que lo mira con mucha ternura. Al contemplar la escena tan entrañable, siento la ilusión que me devuelve a mis años infantiles. Estoy un buen rato sentado en el bordillo, viéndolos a los dos como si viera a Sancho Panza y al Quijote compartiendo un mendrugo, sentados a la sombra de una encina; los dos hombres y el árbol, y a su alrededor los campos de Castilla.
Amablemente se despide del pato y viene a sentarse conmigo.
—Aquí estaremos bien, Oliver. A veces, si nos apresuramos llenos de emoción, caemos. —dice en tono confidencial. —¿Sabes a qué llamamos heridas?
Señala la magulladura que tiene en el codo.
—A lo que duele. —respondo.
—Ocurren accidentes. —sigue diciendo, mientras su mirada se vuelve más oscura. —Esto ha sido un accidente, pero tengo otras heridas, y tú también. ¿Comprendes? Hay heridas de guerra. Yo estuve en las FARC…
—¿Eso qué es? —interrumpo.
—Son las iniciales: Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Cuando el ser humano vive en una guerra perpetua, donde se explotan y devoran interminablemente, surgen ejércitos y más ejércitos, y revolucionarios y revoluciones; y vuelta a empezar. No termina la guerra. ¿Qué nos ocurre? Yo logré escapar. En aquel infierno, —dice con la voz quebrada, como si quisiera excusarse —abriéndome paso por la selva pensaba solo en la revolución, día y noche sacrificándome por alcanzar una sociedad más justa. Y al final vi lo que vi… —de su boca sale un suspiro demasiado largo para quien escucha con atención.
—¿Qué ocurrió?
—Caí herido en una emboscada del Ejército Nacional. Arrastrándome con la herida de bala en el costado, escapé de la inminente captura. Bueno, mejor dicho, me salvó un ángel, un viejo Chamán que me llevó a su refugio poniéndome a salvo de los militares. Aprendí mucho de Ambrosio, me consta que aún vive en la selva. A veces, pienso que tendría que haberme quedado con él. ¿Quién sabe lo que a uno le conviene? ¿Tú lo sabes, Oliver?
No digo nada, espero a oír toda su historia.
—Menuda pregunta. ¿Quién sabe nada? La cosa es, como te decía, que pude sobrevivir. Pasaba el tiempo con Ambrosio hasta que vino a vivir con nosotros Ricardo Cifuentes, otro joven guerrillero. Había desertado de las FARC. Lo encontramos un día mientras recogíamos hongos. El viejo tuvo piedad de él, no hubiese pasado mucho tiempo solo sin que terminaran encontrándolo los guerrilleros o el ejército nacional; en uno u otro caso su suerte hubiera sido la misma, seguramente morir "ajusticiado".
—¿Qué pasó después? —pregunto con impaciencia porque el Viejo se ha detenido; parece que busca un cigarro.
—Resulta que Ricardo quería huir a España. Tenía algún contacto con los narcos, creo que estaba metido con ellos un hermano suyo. Al final cerró el trato: lo ayudarían a llegar a España, a cambio de pasar como "mula", además de pagar una considerable cantidad de dinero. Consiguió que me admitieran en el negocio. Lo pensé mucho, mucho. Ambrosio nos advirtió de los riesgos de una empresa así, pero siendo jóvenes pensamos menos. Terminé por aceptar la oferta, quería ayudar a mis hermanos, que se encontraban en Medellín, pagarles la universidad para que se labraran un futuro y no acabasen como pendejos descarriados, igual que yo.
—¡Tú no eres un pendejo! —exclamo. Él me mira. Va desvaneciéndose la aspereza de su rostro.
—¡Eres un sol, Oliver! ¡Anda, dame un cigarro!
—Bueno, Oliver, como te decía —sigue hablando tras una larga calada —yo conseguí pasar la mercancía, pero Cifuentes no, lo descubrieron en la aduana española y entró en la cárcel, a la espera de ser deportado. La gracia es que hubo un motín, y él consiguió escapar. Ahora es un prófugo de la justicia.
—¡Vaya!
—Sí, Oliver. Recogió algunas enseñanzas del viejo chamán. Ahora vive como ermitaño, oculto en Montserrat.
—Ah, sí… ¿Montserrat? Conozco esa montaña, alguna vez fui con mi familia. ¡Es una pasada! Pero cuéntame más, ¡cuéntame Viejo!
—Esa es otra historia, demasiado larga. Aquí podemos dejarlo.
Volvemos al césped para despedirnos del pato, pero no lo vemos; se habrá agazapado entre los matorrales.
Después de un pequeño paseo, hallamos las mesas al lado de los columpios. Tengo mucho apetito, el Viejo lo sabe y sonríe sacando la tortilla de patatas.