Oliver II
CAPITULO II
Anoche tuve "malos" sueños, y oía voces que venían del comedor. Me despertaba, una y otra vez, antes del sobresalto que oprime el corazón y el grito por coger aire, sorprendido por la sacudida de piernas e incapaz de incorporarme para mirar la hora en el móvil.
Haciendo estiramientos me dirijo a la cocina. ¡Me cuesta tanto preparar el desayuno! Mis piernas pesan un horror y resulta un suplicio ponerme de puntillas para alcanzar la cafetera.
Aunque sigo obnubilado, como el que regresa de la muerte, quiere dios que atine a recordar un sueño: camino por una pista forestal y al fondo se divisan las altas cumbres. Noto la extraña corriente que derrite mi cuerpo, todo se vuelve blanco y desaparezco, una gran fuerza tira de mí. Comienza a agudizarse la visión distinguiendo el perfil rojo púrpura de una puerta. Atravesando el umbral entro en una inmensa estancia parecida a un gran almacén. Cada vez veo con más claridad. Sigo caminando y observo alrededor muchos artilugios: muebles de la época victoriana, pájaros disecados, tinteros, cálamos, vasijas de barro pintadas con cenefas, pieles de panteras y leopardos, máscaras adornadas con pinturas, tablillas con grabados egipcios, espadas y tambores fabricados con piel de animal. Voy tropezando hasta encontrar una ventana, y alcanzo a ver las ráfagas de luz que caen del cielo y la cabeza del guerrero indio depositada en mis manos. Y al fin puedo verme atrapado sobre mi cama, igual que un espectro rezando el rosario junto a una anciana.
Me azuza el silbido de la cafetera y termino de preparar el desayuno, mientras todos duermen. Pienso en ir a ver al Viejo, necesito hablar con él.
Al Viejo lo conocí cuando salía por el barrio del Raval, lo que antes llamaban el "Barrio Chino". Una barriada legendaria por su agitadísima vida social. Pasaba las tardes dando vueltas, sin rumbo, y me sentaba en alguna plaza aledaña, pasmado miraba el ir y venir incesante. Sacaba mi libreta de versos y escribía <<La aventura comienza por escribir.>> Atónito me deslizaba por el variopinto engranaje humano de luces y sombras; de miradas que se encuentran o se esquivan.
Aquella tarde me pidieron fuego. No advertí el peligro inminente -bobo que soy- me acerqué a los tres chicos sacando el encendedor. Uno se me echó encima, agarrándome la cartera. << ¡Danos todo lo que lleves!>> Gritaban. Yo seguía sujetando el móvil. Conseguí zafarme, pero de un empujón me mandaron a la otra acera. Intentaba levantarme cuando oí una voz: ¿Qué hacéis? ¡Lejos! ¡Pendejada! Entonces vi al hombre de pelo oscuro, no muy alto, pero ancho de espaldas y con los brazos muy fuertes. Sujetaba a uno de ellos, lo hacía bailar pinzándole la nariz. ¡Sabe dios de dónde vino mi ángel de la guarda!
Finalmente, se esfumaron los "chorizos". Resulta que aquel hombre era el Viejo. Nos quedamos unos segundos mirándonos a los ojos, su mirada se me mostraba como un enigma por descifrar. Vestía deslucidos tejanos y camisa blanca. Su cara era robusta de facciones muy marcadas, con una cicatriz próxima al labio.
—¿Estás bien? ¿Puedes levantarte solo? —me dijo aquel ángel.
—Sí, gracias. Hago lo que puedo. —contesté, y al ser consciente me mi indefensión medio sonreía, exclamando — ¡Muchas gracias! ¡Gracias!
—Está bien ser agradecidos, muchacho. —dijo, mirándome con ternura.
—¿Quién eres? —pregunté, poniendo cara de bobo.
Y soltó una enorme carcajada. <<Qué tipo más extraño>>, pensaba para mis adentros.
—Tranquilo joven, no te apures. Me llamo Jacinto de los Cerros, pero todos me dicen "Viejo", puedes llamarme así.
Pasamos al bar. El camarero puso sobre la barra la copa de Bourbon, que dejó el Viejo para venir en mi auxilio. Sentados en una mesa estuvimos hasta bien entrada la noche. Con emoción le hablaba sobre mis ansias por saber, mi loco afán por la aventura, y él sonreía mostrándose afable. De vez en cuando asentía con la cabeza. <<Todo está bien>> decía, juntando sus manos.
<< ¿Dejas que me lo quede?>> dijo tras hojear mis versos, y escribió en una servilleta: poesía es no reconocerme cierto. Y se lo llevó.
Caminamos hasta la boca del metro. Allí nos despedimos y por primera vez sentí el apretón de sus manos.
Permanecí en vela el resto de la noche, tanta era mi emoción por la aventura.