Oliver

22.03.2025

CAPITULO I


—Mi cuerpo sirve de morada al orgullo herido. De lo que siento solo puedo decir que son sensaciones. Digo "sensaciones", porque no sé bien qué decir. El animal herido huye del lenguaje.

—Aquí podemos dejarlo: tú piensas que no estás en un cuerpo, porque no te identificas con él. "Somiatruites" dicen los catalanes de alguien que piensa cómo serán las cosas, antes de que sean. Todo está bien, Oliver, podemos dejarlo aquí.

Mi mirada se ha detenido en la vieja colcha que cubre la cama del Viejo. Los bordados de cenefas me inducen a un estado hipnótico. Quiero decirle tantas cosas… << ¿Cómo? ¿Ya? Pero, no…>>

El viejo sabe cómo interrumpir una conversación que no lleva a ninguna parte. Ya se ha levantado del sillón y me estrecha su mano, grande y fuerte, para después pellizcar mis mejillas. <<Todo está bien>>. Con estas palabras me despide, indicándome la salida.

Jacinto de los Cerros, así se llama, aunque todos le decimos "Viejo". <<Viejo para aquí, Viejo para allá, oye Viejo, dime Viejo>>. No le importa que lo importunemos. Acostumbra a decir que él es como el agua, que se adapta a todos los moldes. En este caso, se adapta a nosotros, mostrándose presente, disipa la incertidumbre.

Hay barullo en el piso. Corro la cortina. Allí están los dos niños del matrimonio marroquí. Uno de ellos salta sobre mí. –¡Chechu, chechu! —Grita el pequeñín, colgándose de mi cuello. Por un momento, presto atención a los "churretones" en sus mejillas, seguramente de llorar y fregarse con la manos sucias las lágrimas, es posible que se haya peleado con otro niño en el recreo o lo hayan castigado. –¡Hoy no llevo Frankfurt! ¡No hay Kétchup! ¡Hoy no! —Exclamo, y río quitándomelo de encima. Recuerdo el día que bajamos yo y el Viejo a comprar Frankfurt para los niños. Miro a Fátima, la madre de los niños, que se muestra complaciente con la mirada, y, con un gesto de la cabeza, asiente. Veo al otro hermano que se entretiene, saltando sobre la cama de los papás. –¡Qué vaya bien, familia! —Exclamo, despidiéndome. En el rellano, vuelvo a pensar en aquello que dijo el Viejo: "somiatruites". Más allá del significado, suena muy bien.

El Viejo vive en una ciudad de la periferia de Barcelona, en un "piso patera". En una de las habitaciones, vive una pareja rusa, y en la otra habitación, más al fondo, una joven dominicana. Él se ubica en el comedor del piso, separado por una cortina de la familia de marruecos. Al lado de la ventana, el viejo tiene su cama, un escritorio de madera, con su silla, y un sillón arrumbado a la pared; y en la otra parte del comedor, más próxima a la puerta de entrada, tiene el matrimonio sus dos camas, no muy grandes, una para los padres y otra para los dos hermanos, también una mesa de playa, sillas plegables y un pequeño televisor. Viven en total ocho personas en un piso de sesenta metros cuadrados.

Jacinto. Seguro que solo lo llama así su madre y sus hermanos. Con su madre habla, a veces, por el celular, como dice él. "Mi Mija" así se refiere a ella, con mucho cariño y veneración. La madre vive en Colombia, en una pequeña aldea, próxima a la selva. Allí nació el Viejo, el mayor de tres hermanos. Los dos más pequeños, viven en Medellín. También abandonaron la aldea, igual que Jacinto, que lleva ahora diez años instalado aquí. Tenía cuarenta años cuando, dejando a su madre con una tía suya, vino a Barcelona. Así que no es, propiamente, un viejo, sino un hombre en la mediana edad, pero posee el gen de la sabiduría, si es que este existe, de tal forma que todo él, mente, cuerpo y espíritu, es el fiel reflejo de la vida. Más allá de todo tiempo y espacio, incluso, más allá del origen de la creación, está el Viejo. Para quien no haya estado a solas con él, es difícil hacerse una idea de lo que digo.

Bajo las escaleras de dos en dos, dando saltos, agarrándome a la barandilla. Aun soy joven, quiero decir, físicamente; de ánimo es otra cosa, se podría decir que estoy "muerto". Nadie que me viese saltar, diría que es como digo, pero solo tengo estos arrebatos de agilidad y fortaleza, una gozosa energía vital, cuando estoy solo. En cuanto salgo a la calle y todos me pueden ver, ya comienzo a esconderme. Si me topo con alguien, si me cruzo con otra mirada, percibo la desaprobación, la mueca de profundo asco y repugnancia de la otra persona hacia mí.

Me he acostumbrado a vivir completamente al margen como si hubiera abandonado mi cuerpo y me hallase en otro lugar. No un lugar físico, en el espacio y el tiempo, sino un lugar (no-lugar) donde solo soy espíritu. Entonces, solo el cuerpo se mueve de aquí para allá; habla (lo menos posible) con uno u otro; hace sus necesidades; y así… Pero yo no estoy aquí. Solo regreso al cuerpo cuando, a veces, escribo. También, cuando veo al Viejo y hablo con él, es como si volviera a nacer; siento cómo toma forma mi cuerpo.

El viejo siempre me dice que no piense mucho en estas cosas. De nada sirve, según él, dar vueltas al pensamiento. Y siempre se despide de mí con la misma frase; esas tres palabras que ya forman parte de mí: todo está bien.

A pie de calle, veo los bares llenos, también las terrazas. Estamos en pleno mes de julio y el calor pega fuerte. No me resultará fácil dormir esta noche. Si me apresuro a coger el metro, llegaré pronto a casa. Vivo en otra ciudad de la periferia. Estudio filosofía en la Universitat de Barcelona. Tengo a mi familia en Mánchester.

—¡Oli, Oli! —oigo una voz, como de pito, gritando mi apodo.

A disgusto, detengo mis pasos y me giro. Es Michell: el trotamundos francés. Después de recorrer media Europa, parece que, definitivamente, se instala en este barrio. Podría haberlo previsto, a estas horas siempre anda rondando bares y terrazas, buscando que lo conviden a una birra o le ofrezcan un cigarrillo. Tiene alrededor de cuarenta años. Es alto y rubio, de ojos claros. Su figura es desgarbada. Viste siempre ropas muy viejas. Así, a primera vista, parece un mendigo. Sin embargo, tiene su pequeño negocio de estupefacientes. Se dedica a vender Marihuana, tiene una pequeña plantación, a medias, con un "conocido suyo", según dice él siempre que le preguntan, sin dar muchas explicaciones. Le saca su rendimiento; suficiente para pagar el alquiler del piso donde vive con Raquel, su novia, mucho más joven. Raquel abandonó el bachillerato, y lleva bastante tiempo trabajando como prostituta.

—¿Otra vez? ¿Viniste a ver al Viejo? —dice Michell, acercándose más y mostrando su larga sonrisa.

—Sí, Michell, a eso vine… —contesto, ruborizado.

—Oli, majete, ¿me das un cigarrillo?

Regresa el dolor. Va instalándose, lentamente, en la base del cráneo. Mientras, saco un cigarrillo y se lo doy a Michell que, dándome las gracias, hace un gesto de reverencia y se retira a sus asuntos. Sigo mi camino. Y vuelvo a pensar, como en otras ocasiones, cada vez lo pienso más, que el dolor reclama la atención sobre mi cuerpo, toda vez que me relaciono con alguien, por poco que sea, aunque solo se trate de intercambiar un simple saludo.

Finalmente, llego al piso. No se oye una mosca, parece que no hay nadie. Aunque también es posible que Sonia siga durmiendo. Vivo en el piso compartido, con otros estudiantes: Sonia, una chica bielorrusa; y dos chicos de Madrid. Vamos cada uno a nuestro rollo.

Es posible que esta noche haya jaleo. Es sábado. A Sonia le gusta salir de marcha. Tiene la costumbre de hacer botellón en el comedor de nuestro piso, antes de ir al centro de Barcelona o cuando regresan de madrugada tras toda la noche de fiesta.

Yo tengo buenos cascos para oír mis vinilos. Son una reliquia, igual que el antiguo tocadiscos. Entre mi colección de discos tengo verdaderas joyas: Lou Reed, Deep Purple, The Clash, The Doors, Led Zeppelin, Nirvana.

Suena Lou Reed. Mis oídos se deleitan y mis ojos se complacen viendo girar el vinilo. Se acopla la voz del cantante al ritmo de mis pensamientos, que desfilan como soldaditos de plomo, con sus pequeñas bayonetas. Sigo pensando tantas cosas… Ah sí, que soy un "somiatruites". Es decir, que estoy perdido en mis sueños. Seguramente es así.

Mis ojos se deslizan, entreabiertos, sobre la pequeña estantería del Ikea, donde tengo mis libros, principalmente de filosofía, pero también obras clásicas de la literatura: El Quijote, La metamorfosis, El idiota, Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, La montaña mágica.

Este viejo tocadiscos, que tantas alegrías me da, me lo regaló mi abuela Puri. Ella vive en una residencia. Hace dos años que falleció mi abuelo. Lo tuvo muy claro, y dijo a mis padres: no vais a cargar conmigo. Siempre ha sido una mujer con mucho carácter. Nacida en España (Galicia), emigró al poco de conocer a mi abuelo, también nacido en Galicia; los dos de origen campesino. Una vez se hubieron casado, y tras haber dado a luz a mi madre, que tenía entonces dos años, marcharon a probar suerte, buscando una mejor vida, al Reino Unido. Y allí se quedaron.

Así que tengo raíces españolas por parte de mi madre. También italianas. Mi padre, Francesco, conoció a mi madre en un festival de Rock and roll, celebrado en Londres. Mi padre disfrutaba de un periodo de vacaciones. A partir de aquel verano se repitieron las escapadas de mi padre a Londres, y finalmente se casaron. Triunfó el amor, y vine al mundo.

Me viene un sueño más profundo, aquí tumbado en la cama. Pero hago un pequeño esfuerzo, me levanto y voy hacia el tocadiscos. Busco el disco de Nirvana cuando oigo el ruido de unas llaves que caen al suelo. Debe ser Sonia, que ya sale.

La melodía de Nirvana me induce a recordar aquellas agradables vacaciones, en la costa del mediterráneo, muy cerca de Barcelona. Tendría yo once o doce años. Solía hablar mucho de mis inquietudes con mi abuela. Fue ella la que me regaló el libro del Quijote. Aquí tienes para pensar toda la vida —me dijo, acariciando mi cogote. Comencé a devorar el libro con mucha pasión. Por aquel entonces, me iba fijando en las niñas. Había una en el camping: una hermosa muchacha morena de ojos negros, con la piel trigueña. Iba tras ella, a escondidas. Escribía versos y los enterraba en la arena de la playa. Luego imaginaba: la veía a ella, desenterrando los versos, leyéndolos en voz alta frente al mar, para luego girar hacia mí su rostro, mostrando una amplia sonrisa; sentía un agradable olor a rosas. Y así me dormía muchas noches, con el libro del Quijote cayendo, lentamente, de mis manos a la cama o al suelo.

Entonces supe que quería estudiar filosofía, y tenía que hacerlo en España, al ser posible en Barcelona. Me dediqué con ahínco a estudiar, sacando siempre muy buenas notas. He ganado así una beca de estudios. Ciertamente, echo de menos a mi familia, también Mánchester, mi ciudad natal, pero puede más la aventura del Quijote, porque es esto lo que yo busco; no tanto conocimientos académicos, sino la verdadera escuela de la vida, que está en la calle. Por eso me fascina tanto el Viejo. Ya hablaré en otro momento de él. Siento que llega el sueño, llega… ¡Ah, Don Quijote y Sancho Panza! ¡Y Dulcinea!

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