Mi amiga
1. UNA NUEVA AMISTAD
Una mañana llegamos al bar de mis papas. Y en la puerta había una preciosa
gata, una gata callejera. Andaba de un lado a otro y maullaba, tenía hambre y
nos pedía algo de comer.—¡Mamá, mira que gata más bonita! ¡Vamos a echarle algo de comer! -exclamé con
mucha ilusión por el inesperado encuentro.
—No sé, hijo mío, qué comerán estos gatos. -contestó mi madre inclinando la cabeza.
Me acerqué a acariciarla, no podía resistir la tentación: era de color blanco y negro; su figura era delgada, no era uno de esos gatos rechonchos, supongo que al vivir en la calle y comer poco estaba delgada. Tenía unos ojos de color verde aceituna. El brillo de sus ojos denotaba inteligencia, vamos que hablaba con la mirada. Enseguida vi que era más inteligente que todos los niños tontos del colegio.
Aproximé mi cara a la suya. Disfrutaba del delicioso tacto y aquella piel tan suave y tibia. ¡Os juro que jamás en mi vida he sentido una piel igual!
—Mamá, ¿qué le podemos dar de comer?
—El hígado troceado le gustará.
—Ah, pues dame algo de dinero y le compro un poco.
—Está bien, pide que te pongan 200 gramos -terminó diciendo mi mamá algo
cansada, pero siempre amable.
Salí disparado a comprar el pan y 200 gramos de hígado bien troceado. La gata enseguida se acercó a mí, parecía que adivinaba mis intenciones. Maullaba y se contorneaba en mi pierna. Yo no me podía resistir a sus caricias. Me agachaba, acariciaba su lomo y acercaba mi cara a la suya. ¡Olía tan bien! Andaba por las calles y ella venía tras de mí maullando.
—Sí, sí, missi, tranquila, voy a comprarte algo que te gustará.
Así empecé a llamarla: missi, missi. Más tarde la llamé: missina. Y con el tiempo de tanto llamarla y quererla acabé llamándola: Michina.
—¡Michina, Michina! -Gritaba cada mañana cuando llegaba al bar.
Conocía mi voz y salía corriendo de debajo de los coches. Venía y se contorneaba en mis piernas, maullando. Era su manera de saludarme. Siempre acercaba mi cara y la besaba. También la cogía en brazos y a ella le gustaba. Algo cambiaron mis mañanas desde que conocí a Michina, mi amiga especial. En lugar de ir dormido estaba deseando llegar para verla. Ella también me esperaba, nos hicimos muy amigos.
—¡Pedro estás en babia! -oía decir muy a lo lejos.
Estaba con mi amiga. Ella me resultaba más interesante e inteligente que mi profesor, por eso no lo escuchaba. Yo me imaginaba llegando a la calle del bar y llamando a la gata; como venía corriendo hacia mí y me agachaba y la cogía en mis brazos, juntaba mi cara y la besaba con cariño. ¿Para qué quería escuchar al rancio maestro? Era tan torpe que se irritaba con los niños cuando no sabían los ejercicios o les tiraba un trozo de tiza cuando no lo escuchaban.
Sabía que ella me estaría esperando. Posiblemente cazando algún ratón o pajarillo. No tendría suficiente con lo que yo le daba de comer a primera hora de la mañana. Ella necesitaba comer más y si no estaba yo, ¿quién se preocuparía de darle de comer? Era una gata solitaria, callejera, y tenía que buscarse la vida.
Una vez la vi con un pajarillo en la boca. ¡Mi amiga era callejera, salvaje! Podía valerse por sí misma. Lo tuve claro cuando vi al indefenso pajarito bañado en sangre entre sus dientes. ¡Esa es mi Michina!
Pero, los otros niños tontos de la calle no lo entendían. La trataban como a una pobre criatura desvalida. ¡No habían entendido nada! Se lamentaban cuando hablaban de ella.
—¡Pobrecita, pobrecita! -solían exclamar.
Pretendían que fuera donde ellos querían. Preparaban un lecho para que fuera allá a dormir. Vamos que tenían que "salvarla". Yo, en cambio, veía a los gatos como animales mágicos e independientes, que nada tienen que ver con los perritos, siempre obedientes. Una preciosa criatura salvaje. Tenía que estar agradecido porque me aceptaba en su universo. ¿Qué derecho tenía sobre ella? ¡Ninguno!
—Dejadla tranquila, ella es libre, irá a dormir donde quiera. ¿Es que no lo entendéis? -solía decir a los niños repelentes que iban tras la gata con una caja de cartón.
—¡Pobrecita! Y si se muere de frío -otra vez, seguían la misma cantinela.
Muy agotado, me retiraba, cansado de oírlos. Pensaba que no entendían nada. Me sentía algo triste. Te sientes muy solo cuando nadie te entiende o piensa como tú. ¿Os ha pasado alguna vez?
Solo estaba a gusto con mi amiga. Ella lo tenía todo de mí y yo de ella. Compartíamos momentos muy especiales. Nos queríamos el uno al otro siendo tan distintos.
Parece que la veo salir de los coches y venir corriendo a buscarme.
Eran los mejores momentos del día. Hablábamos. Os puedo asegurar que los gatos hablan. Viven en la necesidad, son muy sensibles para saber lo que necesitan ellos mismos o quienes les rodean. Cuando mi amiga se contorneaba en mis piernas, me estaba pidiendo una caricia. Ella sabía que muchas veces me sentía solo y triste, cuando me escuchaba salía corriendo a recibirme para aliviar mi tristeza. ¡Y tanto que la aliviaba! Jamás he vuelto a sentirme tan bien recibido. Con ella me sentía pletórico y rebosante de vida.
A veces, en lugar de hígado mi mamá me daba algo de jamón dulce. Decía que tampoco era plan de estar comprando cada mañana hígado ya que salía muy caro. Yo no era muy consciente del dinero. Intuía que era algo importante porque escuchaba a mis papás hablar de él en repetidas ocasiones.
Cuando marchaba al colegio por las mañanas, no podía dejar de mirar hacia atrás. La gata me seguía, ella tampoco se quería separar de mí. Me resultaba muy triste y doloroso. Me preocupaba que cruzara la calle ancha con tal de acompañarme. Ella era consciente del peligro y no solía cruzar. Pero, en una ocasión, sí cruzó. Me tuve que volver para llevarla en brazos de vuelta. Llegué tarde aquel día al colegio. Tampoco tenía excusa, ni podía explicar el motivo de mi retraso. No lo entenderían. ¡Nunca entendían nada!
Uno de los momentos más felices del día era cuando volvía del colegio para comer. Llamaba a mi amiga y venía a mi encuentro. Iba rápido y dejaba la cartera. Salía pitando a la calle. Tenía dos horas para estar con ella antes de comer. Eso sí, no podía llegar tarde. Mi papá tenía muy mal genio.
Me gustaba sentarme sobre lo alto de un bordillo, a aquellas horas daba el sol. Cogía a la gata en mis brazos, la acariciaba y disfrutaba viendo como brillaba su lomo. Resultaba agradable acariciar su tibio lomo bañado por el sol. Me derretía en ternura y besaba su lomo, la cabeza y sus mejillas. Ella ronroneaba. Le gustaba y cerraba sus ojos, aquellos ojos verde aceituna. Se quedaba dormida en mis brazos y yo soñaba, me sentía el niño más feliz del mundo.
—¡A comer Pedro, venga corre! -gritaba mi hermano arrancándome del sueño ya que algunas veces me olvidaba del mal genio de mi papá y perdía la noción del tiempo.
Me despedía de Michina y, mirando hacia atrás, la veía estirada en el bordillo. Se notaba que era la mejor hora del sueño y quería aprovechar.
La comida transcurría sin mayor importancia. Mi hermano y yo nos chinchábamos un poco y jugábamos con la comida. —¡Venga, a comer! -exclamaba mamá de vez en cuando, algo enfadada.
Después de comer, antes de ir al colegio, salía a la puerta del bar y echaba pan a las palomas. Disfrutaba viendo como acudían y revoloteaban sobre mí mientras llamaba a mi amiga, que acudía corriendo.
Las tardes en el colegio se hacían menos pesadas, eran solo dos horas. Además, hacíamos las asignaturas de sociales y ciencias naturales, las que a mí más me gustaban. De las que hacíamos por la mañana, me gustaba lengua castellana, pero solo cuando leíamos el libro: «El camino» de Miguel Delibes. Era divertido porque el profesor nos explicaba cosas de cómo vivía antes la gente en el campo, en pueblos pequeñitos, muy distintos a las grandes ciudades donde vivíamos nosotros.
2. UN GATO NEGRO
Antes de conocer a mi amiga, siempre había pensado que los gatos no tienen vida
social. ¿Vosotros no? Pero me equivocaba. Michina tenía vida social y se
relacionaba con más gatos.
Un día la vi con un gato negro. Este sí era un gato rechoncho y gordo, además de fiero y huraño. Llevaba un ojo rasgado y magullado de alguna pelea.
Estaba echándole algo de comer a mi amiga, y apareció. Maullaba de forma muy desesperada, muy exigente. No me causó buena impresión en un principio. Sin embargo, me daba pena cuando veía su ojo magullado.
Sostenía con mi mano lonchas de jamón dulce y el gato daba zarpazos. Tenía que andarme con mucho cuidado, él no tenía miramiento ninguno, y no le importaba arañarme. Al final resultó divertido; subía más y más mi mano y el gato saltaba para agarrar la loncha.
Con el tiempo fue habitual su presencia en el barrio. Mucha gente, también aquellos niños tontos, decían que traía mala suerte porque era negro. Fijaos, ¡qué cosa más absurda! Otra estupidez de los mayores. Aquellos niños decían esto porque lo escuchaban en su casa; repetían como loros. Todos acabaron por cogerle manía al gato. El «gato negro» lo llamaban. Yo lo llamaba Negrito, le había cogido cariño.
Mi amiga disfrutaba de su presencia. Sin lugar a duda, era más sabía que aquellos niños.
—¡No le tiréis piedras!
—¡Es un gato negro, trae mala suerte! -gritaban todos a coro.
—No digáis tonterías, es un gato igual. ¡Nada importa que sea negro!
—Sí, sí... -decía un niño cabezón, uno de los más tontos- que lo escuché como
lo decía mi papá, que los gatos negros son gafes.
El gato conseguía escapar.
Más tranquilo, pero bastante hastiado, me retiraba. ¡Me parecía tan absurdo todo aquello!
3. ROMANCE SALVAJE
¿Habéis visto películas de amor? Supongo que sí. Los romances salvajes de mi
amiga no se parecían en nada a esas ñoñerías. La veía retozarse de placer
cuando un gato la rondaba y quería copular con ella. Mi mamá decía que estaba
en celo.
Uno de los gatos que la rondaba era Negrito. Pero, no vayáis a pensar que era el único, había muchos más. En ocasiones, se peleaban entre ellos por copular con la gata. Podían llegar a ser muy violentas las peleas de gatos. A mí, aquellas peleas, me llamaban la atención. No me podía resistir a aquellos gritos guturales y salía corriendo, sabía que iba a haber una pelea, y quería verlo.
En la mayoría de las ocasiones, no llegaba a tiempo. No era nada fácil ver una pelea de gatos. Salían corriendo a gran velocidad y se ocultaban por los jardines. Por otra parte, muchas veces no llegaban a pelear. Eran sabios y muy conscientes de que siempre era mejor evitar la pelea. Aquellas peleas ponían en riesgo a los contendientes. Los gatos tienen unas afiladas y mortíferas uñas, pero saben lo que se traen entre manos y pocas veces llegan a pelear en serio; a vida o muerte.
Cuando Michina estaba en época de copular pasaba poco tiempo conmigo. Yo me sentía un poco desplazado, echaba de menos su compañía; solo venía para que le diera algo de comer. Después de copular, mantenía un pequeño romance con uno de los gatos; el que más copuló con ella. En la mayoría de las ocasiones fue con Negrito.
Recuerdo un día muy especial. Estuve sentado en el bordillo, con mi amiga entre mis brazos, tomando el sol. No estábamos solos, con nosotros estaba Negrito. Mientras escuchaba, muy a lo lejos, el griterío de los niños tontos, allí solo con los gatos, me sentía el niño más especial y feliz del mundo. Tenía el honor de compartir un momento de amor y ternura, como jamás he vuelto a ver.
Negrito pasaba su lengua por todo el cuerpo de Michina. La relamía, la acariciaba y aseaba. Ella cerraba sus ojos verde aceituna y se dejaba hacer. Yo permanecía inmóvil, no quería interrumpir aquel momento mágico.
Me olvidé de todo, en aquellos momentos, sentía pertenecer a un mundo distinto. Un mundo mágico y especial. Era mi secreto.
4. EMBARAZO Y CRÍA
Un día reparé en que mi amiga había engordado un poco, y al cabo de más y más
días y semanas, se puso muy gorda. Michina estaba preñada, como decía mi mamá.
La veía andar torpemente, tenía que pesar mucho aquella barriga. Aun así, ella
seguía acompañándome a comprar el pan todas las mañanas, pero iba más despacio.
Yo me paraba y la esperaba. Lo único que me preocupaba es que mis papás me
regañaran por hacer tarde.
Era muy lindo verla tumbada con su panza al sol. Me sentaba al lado de ella y acariciaba, muy suavemente, su barriga; a ella le gustaba.
Michina dio a luz. Mi amiga buscó un buen rincón, protegido, en un pequeño jardín. Yo me acercaba con sigilo y observaba a la gata dando de mamar a su camada. Se estiraba y los gatitos buscaban sus pezones. ¡Eran preciosos! Me quedaba embobado mirando.
—¿Pero ¿qué haces? ¡Corre ven ya, que llegaremos tarde! -Escuchaba, a lo lejos, gritar a mi hermano.
Michina tenía cosas muy importantes que hacer; era mamá. Yo estaba muy orgulloso de ella. Dejaba los 200 gramos de hígado troceado y un cuenco con agua. Quería asegurarme de que no le faltara nada. Necesitaría reponer fuerzas. Ahora tenía una gran camada que alimentar.
—¿Qué ets boig, o qué? No siguis bobo. ¿Qué ets un bobo?
Me parecía escuchar a lo lejos a Don Tomás, creo que se lo decía a Carlitos: un niño de la clase que siempre estaba de broma.
Yo no hacía más que pensar en mi amiga. Si había tenido suficiente con los 200 gramos de hígado. Esperaba que sonara el timbre para bajar al recreo, y que sonara de nuevo para ir a casa a comer. Así pasaba la mañana, con una única imagen en mi mente: Mi amiga alimentando a su camada.
No escuchaba al profesor, sólo me parecía escuchar, muy a lo lejos, suaves murmullos y chasquidos de aquellas pequeñas bocas aferrándose a los pechos. Pensaba que mi amiga me necesitaba más que nunca y yo tenía que estar a la altura.
—Vamos a buscar una caja de cartón -decía uno de los niños tontos de la calle.
—¡Sí, en una caja de cartón estará mejor! -gritaban los demás niños a coro.
—Dejadla tranquila, ya está bien aquí. Ella ya sabe lo que hace.
Ya estaban otra vez esos niños, entrometiéndose. Mi amiga era salvaje. ¡Una madre salvaje! Sabía bien lo que hacía. Había buscado un buen lecho en el jardín, donde estaba bien oculta y refugiada del frío. Michina era muy lista. ¡Qué se pensaban aquellos niños! No necesitaba mantas, ni cajas; lo único que sí necesitaba era alimento.
Además, se abalanzaban sobre los cachorros para manosearlos. Ahí sí me plantaba y les increpaba para que no los cogieran. A mi amiga no le gustaba que manosearan a sus hijos. También, sabía yo, porque me lo había dicho mi mamá, que las gatas abandonan a sus crías si las personas las tocan mucho. No iba a permitirlo. Pero mi amiga tampoco lo permitía. Cuando alguno de aquellos niños acercaba su mano, daba un zarpazo. ¡Era salvaje mi gata!
En el bar hablábamos mucho de la maternidad de mi amiga. Estábamos muy entusiasmados. Mi papá se mostraba más indiferente, aunque tampoco parecía que le molestara. Solía advertir que no la molestáramos mucho.
Mi amiga sacaba adelante su camada de gatitos, era una gran madre. Una vez más, me demostró que se valía por sí misma. Salía como cada mañana a comprar el pan y escuché esos gritos guturales, tan característicos de los gatos enfurecidos, pero, en esta ocasión, más explosivos. Me asusté mucho. Temía por la seguridad de mi amiga y su camada. Corrí hacia el jardín y, asombrado, vi como Michina se abalanzaba sobre un inmenso perro: un pastor alemán. La gata se tiró a su cuello como una fiera, cuando este oso acercarse a su camada. El resto fue ver huir al perro. Mi amiga lo perseguía. ¡Esa era mi Michina! ¡La gata callejera!
Nunca más dudé de su independencia. Me sentía el niño más feliz y afortunado por ser su amigo.
Mientras mi amiga sacaba adelante su camada, yo disfrutaba mucho de mis aventuras en bicicleta. Tenía una derbi roja, con amortiguadores y marchas. ¡Era chulísima! Quedaba con mi amigo Félix para salir en bicicleta. En otras ocasiones, también, me iba solo. Nuestro principal objetivo consistía en explorar otras calles de la ciudad. Más adelante, salir del barrio y la ciudad. Nuestro afán era llegar cada vez más lejos, ir atravesando fronteras. Desafiábamos a nuestros papás. ¿Desafiasteis alguna vez a vuestros papás?
Para nosotros, se dibujaba un inmenso mundo virgen en el horizonte, esperándonos con los brazos abiertos. No estábamos dispuestos a perecer en el estrecho mundo que nos ofrecían los adultos.
Mi mamá entendía mi amistad especial con la gata. Me ayudaba y se ofrecía a resolver mis dudas, cuando al principio no supe qué echar de comer a la gata, y, más adelante, con el embarazo y cría de los gatitos. Se preocupaba por fortalecer nuestra amistad. Fue cómplice de aquella bonita amistad.
5. LA COMUNIDAD DE LOS GATOS
Mi interés por los gatos fue en aumento. Sentía la necesidad de estudiarlos en
detalle. Quería ser un investigador del universo felino. Lo que más me
interesaba investigar era cómo se relacionaban entre ellos. Yo sabía que había
una comunidad de los gatos, pero su dinámica escapaba a mi vista. ¡Son muy
sutiles!
Me fascinaba lo desconocido, lo misterioso. Era un trabajo muy arduo. ¡No vayáis a pensar que es sencillo estudiar a los gatos! Llevaba una libreta pequeña para ir anotando mis observaciones. Iba a un jardín grande con una casona abandonada. Allí se refugiaban todos los gatos. Estaba vallada y no podía entrar. Me limitaba a recorrer su perímetro y estar muy atento a cualquier ruido o movimiento.
Un día decidí saltar la valla. Pasé mucho miedo. Me sorprendí al sentir aquel miedo pegado a mis huesos. Presentía que algo había cambiado en mí. ¿Dónde estaba mi rebeldía? Siempre había desafiado las normas, ¿por qué ahora me daba tanto apuro? Llegué a pensar que me estaba haciendo mayor, sentí un escalofrío mientras empujaba todo mi cuerpo sobre la verja. Salté al otro lado y caí, torpemente, al suelo; me sentía ridículo allí, sentado de culo. Avancé hacia la casona y me atrapó la tristeza, me imaginé un hálito de pena que salía de la casona. Me pareció un monstruo que me iba a tragar y salí corriendo.
Tal incidente no puso fin a mis indagaciones. Volví a frecuentar el jardín, libreta en mano; aunque no salté la verja. No llegué a descubrir muchas cosas, ya dije que los gatos son muy sutiles. Corrían mucho cuando se peleaban, era muy difícil observarlos con detenimiento. Casi tan difícil como observar un relámpago. ¿Lo habéis intentado alguna vez, observar un relámpago en la tormenta? Pues, así son los gatos.
Llegué a la conclusión de que eran animales mágicos, que vivían en otra dimensión de la realidad, a la cual no tenía acceso.
6. HACERSE MAYOR
Seguí comprando los 200 gramos de hígado, pero después me abandonaba a mis
pensamientos. Tenía urgencia por prepararme para mi futura vida de adulto y
esto requería toda mi concentración. Michina creo que lo entendía. Miraba sus
ojos verde aceituna y se me antojaba escuchar: «Adelante, sé que lo harás
bien». Entonces, me quedaba algo más tranquilo.
También tuve que asistir, medio atolondrado, a lo que me pareció un rito que indicaba mi paso a la vida adulta.
Un día, mi hermano y sus amigotes, gastaron una broma a mi amiga; mi querida Michina. Fue bochornoso. Se dedicaron a rociar de vino los boquerones que luego dieron a la gata para que los comiera. Al rato la gata se tambaleaba, la pobre, y se caía al suelo. Era algo muy estúpido y cruel, propio de una mente adulta: ¡Estúpida! Me sublevé, pero no tuve la fuerza suficiente, algo me arrastraba al fango de la mediocridad; sentí turbación cuando salió de mí una pequeña risa cómplice, que buscaba la aceptación del grupo. Estaba claro que algo en mí había cambiado. La pena y la aflicción venían de continuo a recordarme que algo había perdido. ¿Alguna vez tuvisteis la sensación de perder algo muy valioso?
Por aquel entonces, echaba de menos a Michina. Cuando podía me escapaba a pasar ratos con ella. La buscaba y llamaba, ella seguía viniendo a mi encuentro. Mi inquietud se aliviaba un poco, mi amiga seguía estando allí, me seguía queriendo. Me emocionaba viéndola salir de los coches, corriendo a mi encuentro. Yo la abrazaba con más fuerza y brío que nunca. Tenía miedo de perderla, pensaba que ya la estaba perdiendo, poco a poco.
Le hablaba, le explicaba que odiaba a mucha gente y al mundo; que me estaban arrastrando a algún lugar espantoso y que no quería ser como ellos. Le decía que tenía mucho miedo, que no podía despegar aquel miedo de mis huesos. Besaba sus mofletes y ella cerraba, dulcemente, sus ojos verde aceituna. Y me volvía a sentir el niño más feliz del mundo.
Un día caminaba por la calle y vi una paloma. Sus alas estaban heridas y sangraban. Con mucha inquietud, la recogí y me la llevé al bar; tenía que curarla, conseguir que volviera a volar. Y lo conseguí al cabo de mucho tiempo. La puse en una caja de cartón en un pequeño huerto que había al lado del bar. ¿Habéis curado alguna vez a una paloma herida?
Le daba de comer migas de pan mojadas con leche. Lavé su herida y la desinfecté con agua oxigenada. Y con el tiempo se recuperó. Cuando llegó el día, la lancé a volar y mi vista se perdió para siempre en el vuelo de la paloma que remontó las alturas. Se alivió mi inquietud, tenía otro mundo que construir. Podía prescindir del estúpido mundo a mi alrededor.
Así fue como despertó mi apasionada afición por las aves. Me dediqué a observarlas y anotar en una libreta todo lo que veía, también las dibujaba. Tuve más éxito que con los gatos. Las aves son escurridizas, pero no tanto.
Tenía unos prismáticos que me ayudaban a verlas a lo lejos. Solía bajar al parque de la ciudad. Aquello era un verdadero paraíso de las aves. Nada más llegar, olía el perfume de los inmensos plataneros y escuchaba el trino de los pajarillos; los graznidos de las urracas y el escándalo que armaban las cotorras.
Buscaba un buen lugar frente a un pequeño riachuelo que había. Me quedaba quieto y en silencio, estirado en el suelo. Al rato veía las aves que se posaban a beber agua, o escarbaban con sus picos en la hierba, buscando gusanos y otros insectos para alimentarse. Llegué a clasificar muchas aves, gracias a una guía que tenía. Me convertí en un experto en aves.
—¿Te gustan los pájaros?
—¡Me encantan!
—Ah sí, ¿qué quieres ser, entonces, de mayor?
—Yo quiero ser ornitólogo -dije al amable señor que me preguntaba.
Me sentía pletórico tras hablar con aquel señor y fantaseaba con ser zoólogo y ornitólogo. Llegué a pensar que sí tenía un lugar en el mundo de los adultos. Puede que no todos fueran tan estúpidos y mediocres. ¿A vosotros, os preguntaron alguna vez qué queréis ser de mayores?
Mi amiga seguía teniendo un lugar privilegiado en mi mente. Justo antes de cerrar los ojos para dormir, con mi cabeza apoyada en la almohada, veía sus ojos verde aceituna que se cerraban poco a poco. Apoyaba mis ojos tristes en los suyos y, poquito a poco, igual que se apaga un candil, iba entrando al sueño.
Pero cada vez la veía menos. Pasaban días y semanas sin apenas verla. Me hice más mayor y tenía una vida escolar mucho más ajetreada. Seguí buscándola algunas mañanas para ir juntos a comprar el pan, pero aparecía en muy pocas ocasiones, cada vez menos. Me parecía que ella había cambiado, igual que yo. Solo de pensarlo me invadía la nostalgia y recordaba aquellas mañanas, cuando la llamaba y salía corriendo de debajo de los coches y la cogía en mis brazos; alzándola, arrimando su cara a la mía y besándola. Echaba de menos aquel olor que me embriagaba y sus ojos verde aceituna: aquel remanso de paz.
7. AUSENCIA
Las calles de la ciudad se iban luciendo y esperaban alumbrar la navidad.
Aquellas luces parecían puestas allí para alumbrar mi vida, que parecía
apagarse por momentos.
Por las mañanas, tras comprar el pan y antes de marchar al colegio, buscaba a mi amiga. No aparecía por ningún lugar. Recorría las calles y con voz apagada la llamaba, esperando en vano una respuesta.
—Michina, Michina...-no obtenía respuesta.
Marchaba de nuevo al colegio, pero en mi imaginación todo se derrumbaba. Me veía andando solo, desfilando en marcha fúnebre con mi amiga. Solo, cavando una tumba donde depositar la caja de cartón con el cadáver de la gata; una caja de color rojo chillón. Después me sentaba a contemplar la tumba, así permanecía horas, días, semanas, años, lustros, siglos, y toda una eternidad, sin derramar una sola lágrima.
—No sabemos nada de ella. Algunos dicen que la atropelló un coche. Otros que alguien se la llevó a su casa -decía uno de aquellos niños tontos de la calle.
Mientras yo me retiraba apesadumbrado. No reconocía a ninguno de aquellos niños, ni aquella calle. Parecía hallarme en un lugar extraño. Solo veía rostros desfigurados que me observaban con indolencia, y escuchaba voces de ultratumba. Me veía de nuevo portando la caja morada. Mi rostro era pálido como la cera, a punto de derretirse.
En casa no dije nada de la gata.
Nunca supe nada más de ella. Tragué mucha soledad, me costó, pero tragué un clavo de hierro al rojo vivo. Caí por el océano insondable del abandono. Las luces siguieron brillando. Sonaban villancicos. Llegó la fecha señalada sin mi amiga.