Humareda de nombres
¿Qué hacer toda la noche sin luz? Hubo un apagón. A las ocho de la tarde se metió en la cama, pensando en dormir hasta el amanecer. Pero, a las dos de la mañana, tímidamente, se abrieron sus ojos. La habitación seguía a oscuras. Enseguida prendió el interruptor, pero no había vuelto la luz.
Siguió estirado boca arriba en la cama. Con los ojos entreabiertos trataba de visualizar alguna forma, algún rostro definido. Parecía que sí, pero no conseguía ver nada con precisión. Ya no era como en su juventud, cuando veía espectros: rostros bien definidos de personas, generalmente ancianos, que no hacían ni decían nada, únicamente lo miraban a él con mucha atención. Por aquel entonces, adoptó la costumbre de nombrar a estos personajes de ficción(?) y escribía sus nombres en un cuaderno.
Aquellas apariciones cesaron al llegar a la madurez, que puso fin a los sueños de la juventud, apasionada, siempre con proyectos en el horizonte. Ahora vivía, sin pena ni gloria, esperando un final, lo menos doloroso posible.
Avanzaba la noche, podía sentir la desazón, que, lentamente, se abría paso por sus entrañas vacías. Lanzaba suspiros al aire, como implorando la llegada de la luz. Volvía a prender una y otra vez el interruptor, y nada de nada. Seguía igual.
¿Habrá velas? -pensó- Tal vez, si leo un poco me coge el sueño. A trompicones salió al comedor. Aunque tuvo esperanza, poniendo toda su atención en la búsqueda, solo encontró una caja de cerillas, ninguna vela. Con el hastío del fracaso, se dejó caer en el sofá, con la mirada vacía reposando en la pantalla oscura del televisor.
Debieron ser los ángeles negros o un golpe de suerte, la cosa es que vino a él un sopor, que, con excesiva lentitud, lo condujo por entresueños. Volviéndose su cuerpo cada vez más pesado hasta entrar en una pesadilla, de la que despertó pronto, con un grito ahogado en su garganta. Prístino vino, al recordar, el horror de la pesadilla: una mano sostenía un cuaderno, con insistencia lo aproximaba a su rostro.
Con el temblor, que, ahora sí, agitaba todo su cuerpo, demasiado frágil para soportar tanta excitación, vinieron la obsesión y la compulsión. Tenía que leer, de nuevo, pronunciar aquellos nombres de personajes ficticios (?) Sentado en la mesa del comedor, iba encendiendo una tras otra cerilla, y pronunciaba, en voz alta, los nombres. Hasta que las cerillas no fueron suficientes.
Quedaban dos cerillas, pero había más nombres. Con el ritual, se sentía extasiado, de nuevo, en la juventud de las pasiones. No iba a detenerse. Improvisó con papeles de periódico y revistas una pequeña antorcha, colocándola en un jarrón. Asegurándose de que prendiera bien, roció el papel con alcohol. Así pudo tener una potente luz para los nombres, que siguió pronunciando en voz alta. Desde otro edificio, tal vez, otro vecino, sin luz, se sorprendería de ver aquel resplandor tras la vidriera, en medio de la total oscuridad, que reinaba en toda la manzana de edificios.
Casi termina la lista, quedaba un solo nombre por pronunciar. Para su desgracia, sin darse cuenta, dio un codazo al jarrón. Al volcar la lumbrera prendió enseguida el cortinaje, propagándose el incendio. Corrió a buscar agua a la cocina, con la mala suerte de tropezar, dando de bruces con una silla. Mientras tanto, el incendio comenzó a consumir también el sofá. Todo era asfixiante, hasta caer desmayado al piso.
Con graves quemaduras, despertando de la anestesia, en el hospital, recordó que le habían hablado entre la humareda. Pronunció en voz alta el nombre del bombero, que en brazos lo había sacado de la vivienda en llamas.
Cierto es que tenía que pronunciar este nombre, estuviese o no estuviese escrito en el cuaderno.