Noelia
De mi vecino, un hombre extremadamente tímido, se podía esperar alguna que otra palabra amable, acompañada de una sonrisa. Nunca hubiera pensado que tuviera el arrojo suficiente para abordar a Noelia, mi mujer.
Para mi asombro, un día, aprovechando que ella venía cargada con la compra, se ofreció a ayudarla. Se había estropeado el ascensor. Con esmero, cargado de bolsas, subió por las escaleras hasta la quinta planta.
Él hubiese deseado, tal vez, que ella estuviera sola en casa, pero no estaba sola, además se había dejado las llaves. Mi mujer llamó al timbre. Abrí la puerta y pude ver la cara de bobo del vecino que, dejando las bolsas en el suelo, ruborizado, se despidió.
Estaba casi seguro, o quería estarlo, de que la temperatura del deseo, en mi mujer, había subido, al sentir la carencia de la piel desdichada, la del vecino, que quería abrazarse a ella. Si bien, el vecino ronda los cincuenta y nosotros somos una parejita en la treintena, el hombre no está nada mal físicamente. Pero, más importante aún, estoy casi seguro de que a mi mujer le gusta esa timidez casi patológica del vecino. Aunque sobre esto nunca hemos hablado.
Coloqué la compra, sin prisas, dejando que Noelia se tomara su tiempo. Hice dos capuchinos. No podía apartar la vista de la espuma. Pensaba en los labios de mi mujer, hundidos en la espesura del denso aroma. Suavemente, ella colocó sus brazos sobre mis hombros, susurrando a mi oído palabras muy tiernas. Me sentí un hombre afortunado.
Siguieron los mimos en el sofá. Desabroché su blusa; ardía la piel de Noelia. Acariciaba su rostro, podía sentir el escalofrío que recorría todo mi ser, mientras la besaba, imaginando su cuerpo desnudo, en el rellano de la escalera. Me dejé llevar por el tsunami de nuevas sensaciones, como si yo fuese el vecino.