El enterrador
I
Hoy escribo, con la sangre en las paredes,
y la camisa rota.
Mañana vuelvo a recoger los escombros.
Tú eres el enterrador. Termina tu trabajo.
Hoy escribo y no pido perdón por nada.
Si alguien se siente ofendido,
no es cosa que me incomode.
A veces, los niños me hablan de ti.
¿Tú te acuerdas de ellos? Igual,
no es esto lo que quise decir.
Ellos están muertos.
Olvidas quien soy demasiado pronto.
Deja a los niños, ellos suelen morir
lentamente, como el atardecer.
Olvidas que la noche es pan de centeno
y tu boca es la puta que espera al cliente.
Ni el pan duro, en las encías del niño
que fui -al menos eso dice mi madre-,
puede ahora servir como excusa.
¿Dime quién, quién será el próximo?
Dije que mañana vuelvo a por ti.
Tú estás muerto
y no lo sabes.
¿Qué importa quién, quién será el próximo?
Tú estás muerto
y no lo sabes.
¿Cómo quieres saber quién será el próximo?
Solo una cosa acertaste: Yo soy
el enterrador, con la camisa rota,
que te sacará del cuarto oscuro
donde aún brilla, en las paredes,
la sangre de tus días vencidos.
II
De los días no me acuerdo.
El cuchillo viene conmigo
a todos lados.
Este hombre que ven aquí
no sabe que está muerto.
Eso es todo.
Lo sabe el cuchillo,
yo también lo sé,
pero aguardo
a ver si aún
asoma por las pupilas la esperanza.
Saben ahora todos
-él no lo sabe-
que está muerto.
Es suficiente.
En la calle ya hace calor
y la camisa se me pega,
como un enjambre sucio
de sudor sanguinolento.
La señora del pan sonríe
mientras me devuelve el cambio.
Y él asoma,
sí
el cuchillo asoma,
esta tarde brilla
y está mojado
-también suda el acero. -
Todos sudan está tarde.
Esto resulta incómodo.
Posiblemente,
dejen de jugar los niños,
cuando pase por delante,
y se giren.
Ellos saben Quién soy.