El cofre

23.06.2024

En el baño las guardaba, en un cofre. Tenía que colocar un taburete para subir. Valia la pena el esfuerzo. Brillaban mis ojos envueltos por la música y el giro de la diminuta bailarina. Mis manos, gozosas, sostenían la cajita con los utensilios, tan especial, que utilizaba el viejo. A mí me decía que cuando fuera mayor me crecería la barba y que podría utilizar una cajita como aquella. Era una de música infantil, un joyero musical de bailarina, pero el viejo había colocado allí, en una hendidura cuadricular, las cuchillas. Y allí estaban como bebés dormidos en la cuna. Todas las mañanas corría al baño a por el cofre, aprovechando que el viejo se levantaba más tarde. Abierto el cofre, me fijaba en el espejo. Siempre veía unas manos más grandes que las mías, acariciando la melena rubia de la bailarina. Siempre oía un silbido, que rozaba mi cogote acompañando la melodía. Las manos eran parecidas al cristal de color verde. Pero, las cuchillas no quise nunca tocarlas, dejaba solo que mi vista se posara, lentamente, sobre ellas; repetía este ejercicio visual varias veces, mientras sentía mariposas en mis labios y un cosquilleo por mis pantorrillas.

No podía demorarme mucho en estas cuitas, porque el viejo, aun sin haber despertado, era muy puntilloso con los ruidos; vamos, que a la mínima se despertaba, y (¡zas!) comenzaba la cantinela: "oí ruido, ¿andas por ahí?". Por mi parte, silencio. "¿Me oíste?". "Sí, sí, soy yo". Aquel momento de la mañana, se me hacia corto porque nunca supe o quise coger una de aquellas cuchillas, levantarla de su almohadón, sostenerla entre mis dedos índice y pulgar y, con la otra mano, quitar el fino envoltorio de plástico que la cubría. Nunca vi una cuchilla cuando el viejo se afeitaba, que no era mucho, lo hacía cada quince días. Cerraba la puerta con pestillo, nunca pude verlo.

En cambio, una mañana, sí pude ver las manos que se deslizaban húmedas por las mías. Como siempre tenía el cofre abierto, la bailarina giraba por la melodía, las cuchillas dormían en su cuna. Las manos, que siempre había visto en el espejo, en lugar de acariciar los cabellos de la bailarina, como en otras ocasiones, se posaron sobre mi mano; sentía un temblor por todo mi cuerpo, como si me fuera a caer. Con la otra mano me sujeté fuerte al lavabo. Vi muchas estrellitas, parecía como si, de pronto, se hubieran alzado todas las cuchillas y volaran hacia mi rostro. Cerré muy rápido, con un golpe seco, el cofre. Salí corriendo del baño. "¿Qué trasteas por ahí?". "No, nada, nada". Mi corazón latía más fuerte. Hice de tripas corazón para entrar rápido, de nuevo, al baño. Había dejado allí el cofre. Tenía que subirlo otra vez al armario, y el viejo estaba a punto de levantarse. "Pero ¿qué estás haciendo?". "No, nada, ya está, ya está". Subí rápido al taburete, alcancé a dejar, en la repisa del armario, el cofre. Al volver a bajar, temblaron mis piernas, rodó por los suelos el taburete. Oí los pasos del viejo, que venía hacia el lavabo; me lo crucé en la puerta, iba yo con el taburete aún en la mano y me disponía a salir. "¿Qué andas trasteando?" Me miró, y no sentí acritud en su mirada, sino una extraña sensación de frío y alegría, como cuando salía, con otros niños, a jugar con la nieve (las pocas veces que nevaba). Fui corriendo a dejar el taburete en la cocina. "Anda, lávate las manos, que preparo el desayuno".

Me las lavé allí mismo, en el grifo de la cocina. Cuando comenzó a caer el agua fría y llevaba mi mano al chorro, con mucho asombro, vi los dedos, de una de mis manos, ligeramente manchados de una tintura verde. No quise tocarlos, dejando que el agua a presión cayera sobre ellos. Muy rápido y fuerte froté la mano con un trapo de cocina. Algo más tranquilo, vi que había desaparecido el tinte. Y fui a desayunar con el viejo.

"No sé, si me afeitaré hoy. Tal vez, otro día". A lo que no respondí. Miraba hacia otro lugar.