Edelweiss

16.09.2024

Subía la pendiente del valle. El sol iba cayendo por las cumbres. Dejé atrás la estación del cremallera de Núria. A mi diestra quedaba el manantial y, al borde del guijarro, la delicada flor de Edelweiss. Al verla, dio un vuelco mi corazón impactado por su perfecta geometría. Quedé absorto mirándola durante un largo rato. Terminaron por flaquear mis piernas y un sentimiento de gozo, como si me deshiciese, inundó todo mi Ser.

Tendido sobre el fresco manto de hierba, vinieron profusas lágrimas. Sentía el torrente de dicha recorriendo mis vasos sanguíneos. Palabras muy suaves salían de mi corazón. Aun aturdido pude entender que no se trataba de pensamientos íntimos. Era una voz que, sin ser propiamente mía, brotaba de muy adentro. Por una bocanada de aire fresco, dijo, dirigiéndose a la flor:

—Me deslumbra tu belleza, ¿por qué no me entierras? Quiero hundirme en las raíces. Ansío besar las profundidades, ahora que vuelan los quebrantahuesos en el cielo azul.

Los últimos rayos del sol daban relieve a la figura contemplada. El centro amarillo de Edelweiss lucía sobre el blanco. Muy lentamente vino a mí un sopor y caí en ensoñaciones de la adolescencia. Entré a un sueño donde aparecían rostros; números resbalando por mejillas; colas de pavos reales que se abrían y cerraban como abanicos. Dos voces hablaban entre ellas:

—¿Por qué no lo enterramos, aquí, en el valle?
—Ha visto la belleza de la Flor. No puede cumplirse, aquí, su deseo. Aún es necesario que complete el recorrido antes de morir. Se ha dormido, pero el cuerpo sutil siguió la ascensión y ahora se halla en la cumbre con el Ángel. No podemos dejarlo morir, quebrantaremos la paz del espíritu, si no se reúne el cuerpo físico con el sutil.


**


De aquel sueño desperté y ya oscurecía. La flor seguía allí. Miré la mochila. Tenía víveres suficientes. El silencio del valle, como un pálpito, hizo que me levantara con decisión y me propusiera alcanzar la cumbre aun llegando casi de noche. Había luna llena, suficiente claridad. Seguí mi ascensión del valle hacia la cumbre con mi cuerpo pesado por el letargo del sueño.

Serían las nueve de la noche cuando llegué a la cima. Quedaban por allí muchas placas de nieve duras. Sentado en una roca saqué el pan. El cielo era una bóveda interminable, iluminado de estrellas. Hacía mucho frío. Las ráfagas de aire iban y venían pasando por la cresta hacia el valle. Rachas y más rachas de aire levantaron voces, suaves y cantarinas; voces como de agua que horada la roca salpicando. Al principio oía el murmullo pues hablaban todas juntas, pero al rato distinguí una sola, que me decía:

—Sigue, no te detengas. Te espera.

Me resultó inquietante, pensé que me volvía loco. Hice de tripas corazón, me levanté reanudando mi marcha con la intención de atravesar la cumbre e ir hacia el otro lado. Descendería por el otro valle buscando refugio.

Llevaba un jersey gordo puesto, sentía menos frío. Alcanzaba casi el otro lado. Apenas escuchaba el murmullo. Seguí, atravesando la última placa de nieve -por suerte de la luna no dejó de alumbrar mi travesía-. Había llegado al otro lado cuando oí, más fuerte y claro:

—Él camina por la nieve sin memoria. Suya es la voz que no cae en el olvido. Yace en la noche más fría. Sus manos llevan al infinito, a quienes se entregan por amor.

Aturdido, resbalé por una placa de hielo, rodando por la pendiente como un tonel de vino. Mientras caía venían a mi mente en catarata las imágenes: el mar que se abría dejando ir a la variopinta fauna marina; entre dos crestas, inalcanzables, barcos flotando, repletos de marineros y niños; cruces enormes que se elevaban junto a la virgen con siete espadas clavadas en el corazón. Las imágenes ocuparon mi mente hasta que perdí la consciencia.


***


Sentía una mano cálida en mi frente. Mi cuerpo entraba en calor. Vi el fuego y el rostro complaciente del hombre robusto que me acompañaba. Había llegado a lo que parecía ser un refugio. Me iba recuperando.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? -dije mirando el techo de piedras macizas perfectamente ensambladas.
—Te recogí justo en la ladera que baja del Noucreus. Yo descendía de Pic de l'Infern. Suerte que vine aquí a pasar la noche porque tenía pensado bajar por el Pirineo francés.

O estaba yo demasiado aturdido o aquellas manos robustas, que echaban ramas al fuego, eran azules.

—No deberías ir solo a la Montaña -dijo el hombre con una media sonrisa.
—Debes ser un pastor -me dirigí a él tras un largo silencio.

Me miró fijamente. No dijo nada. Alargó la mano y la puso sobre mi pecho. Mi corazón se abría como un manojo de pétalos lanzados al aire. Sentía una ráfaga de aire subiendo por mi garganta.

—¿Quién eres? -pregunté a aquel hombre buscando con la mirada sus manos grandes y azules.
—Quien entierra -contestó muy serio.
—No entiendo -dije desviando la mirada al techo de piedra.
—No tengas miedo. Pediste ser enterrado -dijo llevando su mano al zurrón.

Debía estar amaneciendo porque entraba algo de claridad por la minúscula puerta del refugio. Yo me iba dejando llevar por el sueño profundo que ensombrecía mis párpados.

—Mira con atención -dijo extendiendo su mano cerrada.
—¿Por qué? ¿Qué tienes? -dije sobreponiéndome a la pesadez del sueño.
—Tengo los huesos de cristal porque nunca muero. Vivo la eternidad por cumbres y valles del Pirineo. Entierro a quienes están preparados para morir de amor por Edelweiss -dijo con la media sonrisa, abriendo la mano.

Vi la flor, que había marchitado. No era hermosa, no deslumbraba. Quedé pensativo, con la mirada perdida y las pupilas que se dilataban.

—¿Qué lugar ocupa en tu corazón? -dijo poniéndose en pie, medio agachado porque no cabía en el refugio-. Me refiero a Edelweiss, la flor que viste en el valle y te deslumbró, la misma que ves marchita en mi mano.

No supe qué contestar, pero una paz, que no era de este mundo, me envolvió por completo.


****


3:33 h. Marca el reloj digital. Hay una correría de hombres y mujeres con bata. Se distinguen voces:

—¿Qué tenemos?
—Un montañero en parada…

Cuentan hasta treinta. Hunden las manos en el pecho.


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