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De niño sufrí el abuso. Supe del pavor a enfrentar un nuevo día; más burlas, muecas insufribles, grandes pisotones con el único propósito de humillar. Tuve la mala costumbre de desaparecer. En el lavabo me encerraba con vergüenza, sentía miedo de sentir. Tanta era la culpa, el chorro de emociones tóxicas, lo pútrido, santificado, rescatándome del rigor mortis, al orinar aguas celestes, como los justos.
Solo así, recomponía mi cuerpo, como si de un puzle se tratara. Saliendo del escondrijo, podía ver cuán inútil era armar tanto dolor; de nuevo, me hacían pedazos. Víctima, chivo expiatorio, amante de la resiliencia, que me ofrecía excusas para huir de la realidad, toda vez, que echaba mano del váter con pestillo.