Abel
Abel se las ingenió para ir con su padre, que se disponía a salir de pesca. Sin que nadie se percatara fue al barco y se metió en uno de los barriles vacíos.
Bien entrada la noche, cuando en el camarote los marineros descansaban, salió del barril. Andando por cubierta, sorprendido, vio posarse una gaviota sobre la proa. El ave perdió sus ojos, que cayeron rodando. Abel consiguió hacerse con uno, pero el otro fue a parar a las aguas. Entonces se lanzó al mar y buceando descubrió a la mujer cuyo rostro quedaba oculto en una máscara roja, con unas trenzas que le llegaban hasta los pies. De sus pechos brotaba un licor. Permanecía extática mientras los hombrecillos, de apenas veinte centímetros de estatura, recogían el orujo; de uno en uno iban pasando con tazas. Al mismo tiempo, ella hacía girar una esfera de vidrio en la palma de la mano. Y con el dedo índice de su otra mano señalaba las zonas abisales donde se hundían los arcanos del inframundo.
Se oían truenos y algún que otro relámpago iluminaba la oscuridad cada vez más densa. Sorprendidos por la tormenta que llegaba lo vieron salir de las profundidades con el puño en alto, y corrieron a esconderse.
Abel gritó, golpeando las aguas:
—¡Rogad a ella por el perdón de las almas!